En lo más alto de una montaña del Valle de Tehuacán habita la extraordinaria comunidad indígena popoloca que se dedica a crear cerámica con una técnica que no ha cambiado desde hace más de tres mil años.
La familia de artesanos nos recibió con brazos abiertos, como si fuéramos algún pariente muy querido. Nos llevaron a conocer a los burritos, sus fieles compañeros, con quienes salen todos los días muy temprano a hacer una caminata empinada de hora y media. Cuando encuentran el lugar indicado, pican la tierra hasta desmoronarla en trozos y la meten en costales. Este trabajo es cansado y dura mucho tiempo, llegarán al centro artesano hacia la tarde.

Las mujeres reciben la tierra y la enjuagan en agua entibiada por el sol para desprender la materia orgánica e impurezas. El barro luego debe de mezclarse con el polvo de una piedra que conocemos como mica, pero que ellos llaman talco, para que se vuelva fuerte y resistente a las altas temperaturas.

Cuando la masa estuvo lista, nos dejaron juguetear con ella. Se sentía suavecita y olía a lo que huele el monte después de una buena lluvia. Esa plastilina deliciosa, despertó mi memoria de infancia: por un momento, sentí la urgencia de revolcarme enterita en el lodo… y es que la tierra es así, te llama aunque no lo quieras.

Mujeres de todas las edades moldean el barro en un medio torno: con una mano lo van girando y con la otra le van dando forma, creando cualquier cantidad de figuras.
-Y usted ¿qué está haciendo? – le pregunté a una de ellas.
-No, pues no sé… eso me lo va diciendo el barro – me dijo con una carcajada—a veces sale un frutero, una cazuela, todo depende de lo que quiera el barro.

Mi asombro llegó a tope cuando con una sencilla piedrita de cuarzo pulieron cada figura. De repente el barro empiezó a brillar, hasta lograr la pátina de un mármol reluciente.
Luego de hornearse, las piezas posan quietas y orgullosas, con una elegancia primitiva que sólo logra esta cerámica. Obviamente ya quería llenar toda mi casa de barro bruñido. No en vano el restaurante Pujol en México tiene toda su vajilla traída de este centro artesanal que en 2005 ganó el Premio Nacional de Ciencias y Artes.

Sólo me pude traer a San Antonio algunas biznagas, las piezas típicas que imitan a los cactus redondos de esta región.
Adoro mis piezas de barro bruñido. A veces cuando mi alma se anuda en angustias y marañas imposibles de desatar, me salgo al jardín y las miro un ratito. Como flashazos, mi mente se acuerda del burrito, de manos mezclando el barro, de la risa de la mujer mientras esculpía con el medio torno. Algo pasa en mi cabeza; es como si la alguna fuerza que ni siquiera entiendo me acariciara y me dijera… Ten paz, vuelve a lo simple… yo estoy aquí, yo te sostengo.
Te deseo con todo mi corazón que algún día vayas a esta montaña, que conozcas a la comunidad popoloca y que amases el barro con tus manos. Date el tiempo de buscar y poner atención a la gente que todavía está en contacto con la tierra. Es sólo cuando descubres esos procesos ancestrales que tus ojos logran detectar la magia escondida que hay por todos lados.