LAS SALINAS DE ZAPOTITLAN

Las Salinas de Zapotitlan

El viaje comienza por un camino de terracería que va surcando las montañas de Tehuacán. Mientras subíamos y bajábamos los montes me figuraba que éramos hormigas diminutas recorriendo la piel de alguna criatura mitológica con el cuero todo erizado de cactus gigantes.

Bajamos a un vallecito en donde el paisaje orgánico de repente se convirtió en un conjunto de cuadros muy simétricos de diferentes colores. Junto al mosaico policromático había una casita de piedra de donde salía un techo de palma sostenido con columnas de esqueletos de cactus.

Juan Diego, el joven encargado de estas salinas a las que llaman “Las Chiquitas”, nos dio la bienvenida y pidió que nos recostáramos en las hamacas. Y así, arrullados en un vaivén y envueltos en un silencio sepulcral que sólo se oye en el desierto, Juan Diego nos contó la historia que escuchó de sus abuelos tantas veces…

…Érase hace muchísimo tiempo que este lugar era el fondo del océano. El planeta cambió y las aguas se fueron lejos pero el mar dejó toda la riqueza de sus minerales en las entrañas de estas montañas. Durante siglos, el agua de las lluvias se fue filtrando y del subsuelo brotaron manantiales de agua más salada que el mar.

Desde antes de Cristo, los pueblos mesoamericanos que se establecieron en este lugar ingeniaron un sistema ancestral de producción de sal con el que siguen operando a la fecha.

El agua que brota del manantial de “Las Chiquitas” es oscura, va saliendo con distintos colores según las concentraciones de minerales y los caprichos de la tierra.

El agua que se extrae se va colocando en pequeños patios de unos cinco o diez centímetros de profundo, tapizados de piedras planas que hacen la función de un horno. El sol desértico va evaporando el agua hasta cristalizarla y así, los cuadros van pareciendo como laguitos congelados de rojos, verdes, amarillos y rosas, todo un espectáculo.

Después de varios días de secado, la sal se recolecta y se tritura: pero no con una máquina, sino con los pies; una danza en donde los salineros literalmente bailan pisoteando la montaña de sal hasta que queda granulada, van dando brinquitos en círculos con un ritmo heredado de sus ancestros.

Canasta con sales de Zapotitlan

Las mujeres que conocí en Tehuacán, maestras de la cocina, juraron y perjuraron que en ningún otro lugar del mundo se produce una sal más rica en minerales y más pura que en el Valle de Tehuacán… No les discuto, he probado muchas sales y ésta, junto con la sal de Añana de la región vasca, se convirtió en una de mis favoritas.

El día que llegué a mi casa, puse la sal de Tehuacán en el cofrecito de barro más lindo que tengo y mientras cocinaba, le iba dando probaditas. Mi hija adolescente me veía con curiosidad, a lo que le dije: “Mira Isabel, cuando tengas tu casa, ve por la vida coleccionando menjurjes mágicos cual alquimista en su laboratorio: consigue el mejor aceite de oliva, el mejor vinagre balsámico, la mejor de las sales. El día que te des cuenta de que la cocina es el alma de tu casa, vas a entender todas las locuras de tu madre”.

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